10- Anatomía de la incertidumbre

Hace una semana que llegué y los días me pasan por encima como agua fría de río. Cada amanecer es otra corriente: me lava lo viejo, me eriza lo que queda. Camino hacia el Mandalay y, al mismo tiempo, algo en mí retrocede: la espalda ya puede ir recta, pero el cerebro conserva la memoria del peso, como el dolor fantasma de una extremidad que ya no está. Cuando me acuesto, el cuerpo descansa; cuando cierro los ojos, la mochila vuelve con sus tiras marcando surcos en los hombros.

Con este cambio de aire la mente transmuta y aprende a aceptar lo que antes no podía ni mirar. Descubro que las respuestas son apenas satélites de la duda: orbitan, iluminan un borde y se apagan. No todo merece autopsia. Mi viejo lo dijo cuando se fue la abuela: “abrir el cuerpo no devuelve a nadie”. Tardé años en entenderlo. Ahora, con el no definitivo de M., el silencio dejó de ser cuchillo y se volvió contorno. Ella no vuelve; yo tampoco vuelvo a ese lugar. Lo que queda es el amor que dimos, sin trámite, sin inventario. Me era más fácil vivir sin sentencia, amparado en el “quizás”; pero la incertidumbre crónica enferma: fermenta preguntas que no curan. El no limpia. Duele, pero limpia. Me deja de cara a la hoja en blanco.

No dramatizo la épica: yo también fallé. Desde el inicio, esa parte mía hipervigilante —que anticipa derrumbes y toma nota de cada grieta— me ofreció un pronóstico de final. Aun así, elegí el amor, lo abrazé a conciencia del riesgo. En el trayecto me fui agotando: perdí piezas de mí, se me gastaron las reservas, repetí patrones familiares como quien recita una oración vieja. Jugué al adulto perfecto sin serlo: proveedor, compañero, amante, amigo; cuantos más papeles actuaba, menos respiraba. Hoy no lo nombro derrota. Lo nombro lección: no estaba listo y no haberlo estado no me quita la dignidad. Entender que una parte de mi mente sigue respondiendo como adolescente duele, pero desprograma. Si quiero avanzar, tengo que dejar de discutir con esa voz y empezar a guiarla.

Crecer por dentro no es una línea recta: pide tiempo, pensamiento y escucha de mis versiones anteriores. Esas versiones no son enemigos: son centinelas asustados. Cuando las ignoro, tiran un ancla. Cuando las escucho, se calman. Hablando con mis viejos lo entendí: al nombrar mis miedos vi los de ellos; al poner mi historia sobre la mesa apareció también la historia de la casa. No era prisión: era gente cansada sosteniendo como podía. Me había ido fabricando barrotes con frases heredadas y orgullo flaco. La ironía: esa celda me salvó cuando debía; ahora me toca abrirla sin quemar el edificio.

Mi viejo, de nuevo, como pilar. No cambia su tono, cambia mi escucha. “Tranquilo. Todo llega cuando tiene que llegar.” Esa agua golpea contra mi hielo interno y lo va rompiendo. Me falta aprender a desacelerar la ambición, a relajar el ceño, a mirar el paisaje del campo de batalla sin creer que cada árbol es un enemigo. Pasé meses tirando de la carreta como animal primitivo: sudor, sangre, dientes apretados, zumbido detrás de las orejas. Ahora vuelvo a navegar mi barco, pero no voy solo: familia, amigos, yoes que antes exilié se suben y traen provisiones simples: paz como maestro, serenidad como guía. Son compañías exigentes: aparecen solo cuando estoy en condiciones de oírlas.

El cuerpo toma nota de este cambio. Anoto lo concreto porque me ancla:
Mandíbula más suelta al despertar.
Respiración más honda cuando camino a la tardecita, cuatro tiempos por la nariz, cuatro por la boca.
Espalda apoyada en el respaldo sin pedir perdón.
Cigarro de cuatro minutos que ahora no es escondite sino metrónomo: marca compases para que el pensamiento no se dispare.
Sueño que llega menos sucio.

Las respuestas… qué palabra grande. Hay preguntas que se contestan viviendo. No necesito saber “por qué” a toda costa: el para qué se parece más a un camino. El no de ella, por ejemplo, no es sentencia de fracaso: es puerta que se cierra para que el aire deje de tirar. Con la puerta cerrada puedo barrer la casa: sacar culpas, manías, actuaciones. Limpiar hasta que el piso vuelva a ser piso y no una maqueta de mi ego.

A veces, todavía, me asalta la mala música: ¿y si…? ¿y si…? La cabeza arma loops perfectos. Reconozco el patrón: me acuesto boca arriba, miro el techo, siento el cosquilleo en los antebrazos y la taquicardia educada que no llega a pánico pero avisa. Ahí vuelvo al protocolo simple: agua fría en la nuca, ventana entreabierta, tres páginas manuscritas sin filtro, caminar dos cuadras aunque haga frío, un mate amargo para que la lengua recuerde el mundo. No busco iluminar nada. Busco descender del pensamiento al cuerpo. El cuerpo sabe aterrizar.

El pasado, para esta parte, no sirve de herramienta: sirve de motivo. Me recuerda por qué vale la pena no soltarme cuando la marea me quiere. Me recuerda que ya estuve en la noche y salí. Me recuerda que cada vez que elegí verdad por sobre fantasía, el costo fue alto pero la respiración mejoró. Me enfrento a la barrera invisible —esa que no deja pasar— y, en lugar de embestirla, le hablo: “Soy yo. Vengo sin casco. No te voy a borrar. Vení conmigo”. A veces se despeja un metro; a veces nada. Aun así, camino.

No espero que la vida me pida menos: espero llegar con otra musculatura. Ya no quiero armaduras brillantes; quiero piel resistente. Ya no quiero respuestas de manual; quiero criterio. Ya no quiero promesas de eternidad; quiero presentes habitables. Si el Mandalay existe, hoy lo entiendo como modo de estar: espalda libre, cabeza clara, afectos cerca, trabajo honesto, silencio respirable. No hay himno. Hay ritmo.

Esta semana aprendí a perder bien. No con resignación—con decoro. Perder lo que no vuelve, devolver lo que no me pertenece, recuperar lo que sí: mi nombre dicho por mí, mi tiempo a ritmo humano, mi fe en lo construido sin espectáculo. En la noche, cuando todos duermen, salgo al patio, me siento y dejo que el frío me cuente la verdad del día. Hay menos ruido. El humo sube vertical, como si también hubiera decidido dejar de fingir. Y yo, que durante años necesité autopsias para sentir control, hoy cierro los ojos y acepto el dictamen más sensato: no todo se explica; todo se atraviesa.M. no vuelve. Yo no vuelvo a ese yo que pedía milagros. Camino con duda útil, amor sobrio y una voluntad sin gritos. La hoja en blanco espera. Ya no desafía; invita. Tomo aire. Escribo la primera línea, sabiendo que la respuesta no está en la tinta sino en la forma en que sostengo la pluma.

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