11- El socio y el silencio

Cipolletti me viene acomodando las piezas como quien endereza fotos torcidas en un pasillo. Hoy me tocó la más difícil: ver a mi socio—mi hermano después de meses. Lo esperé con un hambre raro; ensayé escenas enteras en la cabeza, posibles frases para el saludo, para el reproche, para el abrazo. Pero la realidad siempre habla con otra voz. Llegó y dijo lo que temía: no seguirá en la empresa de forma activa, se toma distancia, unas “vacaciones” con los pies adentro y el cuerpo afuera. Me vació el estómago con esa simpleza. No me dejó solo—lo sé—, pero encendió esa alarma vieja que me hace sentir el mundo como un lugar sin barandas.

Nos sentamos. El humo hizo el trabajo de siempre: tiempo prestado. Lo escuché y me escuché: en su distancia había un espejo que no quería mirar. Fue un año duro; yo me fui desarmando como un reloj sin tornillos. Lo cargué con mi peregrinaje oscuro, con mis noches largas, con mi falta de avance. A su manera me quiso—me quiere—, pero no vive con estorbos ajenos: su mundo tiene reglas. A veces la forma de cuidar es soltar. Ese soltar me rompió el corazón cuando más necesitaba creer que me quedaba un hermano; al mismo tiempo, puso el termómetro justo donde yo negaba la fiebre.

Siempre lo llamé Sensei. Llegó a su Mandalay por rutas que no son las mías; tal vez sin mis dolores, pero con los propios. Eso no lo hace menos maestro: al contrario, me sirve de anclaje. Hoy puedo aprender lo que antes no entraba: mesura, enfoque, disfrute sin fuga. No sé qué lugar ocupa ahora en mi vida; lo cierto es que la distancia que puso dejó claro que el éxito no puede colgarse de un solo clavo. Depende de mí, sí, pero no solo de mí: hay familia, hay amigos, hay yoes que volvieron a sentarse a la mesa.

Entre caladas se me revelaron fragmentos: el pozo lo cavé con mis manos; la cuerda la tiré tarde; abajo me hice compañía con excesos y silencios. Salí. Estoy afuera, pero a veces el fantasma de la caída me toca el hombro. Lo nombro para que no gobierne. Acepto que nadie puede viajar por mí. La gente aparece cuando debe y enseña lo que corresponde; mi tarea es elegir quién entra y quién no, qué permito y qué dejo en la puerta. Con Sensei me vibra una cuerda que no sé afinar: una parte mía quiere que se vaya, otra que se quede. Probablemente lo que espero de él no tiene nombre; será por eso que me ensordece.

Hubo un pacto de caballeros en su momento: si él dejaba a su novia, yo terminaba con M. Lo cumplimos. No fue noble ni romántico; fue necesario. Mi cabeza me había hecho olvidar que ella no me hacía bien; el niño en mí se aferraba como en guardería, esperando que la madre vuelva. Me da vergüenza contar cómo me suicidé en vida por periodos: no dormir, fumar demasiado, cuerpos prestados para una soledad que no se masticaba. Vergüenza por no haberme cuidado. Vergüenza por haber convertido a mi hermano en muro de contención sin pedirle permiso.

Hoy, al salir del encuentro, me quedó en el pecho un nudo neutro: no es amor ni rabia; es densidad. Tal vez sea cansancio. Hace 24 horas que no duermo. Camino por el centro con viento frío pegando en la cara y la mandíbula pidiendo feriado. Me repito que no estoy solo: lo confirmé con hechos, con límites, con diálogo. La brújula vuelve a marcar: trabajo, facultad, responsabilidades; el disfrute no se negocia, pero ya no compite con mis sueños.

Al cerrar el día, vuelvo a la mesa. Pongo jazz pequeño; abro un cuaderno nuevo. Escribo sin justificarme: “Perdonarte no es excusarte; perdonarme no es olvidarme”. Apoyo la mano sobre el pecho, siento el motor parejo, y me digo que esta vez el éxito será un corredor amplio, no un hilo tenso. Si Sensei camina cerca, bien. Si no, también: mi Mandalay no depende de su paso.

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