Hoy necesitaba escribir con sangre fría. Venía removiendo el tema de M. con Sensei y me quedó una vergüenza nueva: no de lo que sentí, de lo que permití. Me vi haciéndome trampa: negando señales, actuando un papel de adulto indestructible mientras por dentro me partía en pedazos. No fue solo ella, ni la noche, ni el trabajo—fue todo junto. Me tocó decirlo en voz alta para entenderlo: yo me descuidé. Y en esa palabra, descuidarse, entra todo.
Desde que llegué a Cipolletti, empecé a cultivar adentro: límites, rutinas, una ternura de mantenimiento. Hoy sé que no es romantizar la soledad; es evitar el mendigo que fui. No volver a mendigar amor: primer voto. Lo escribo así, en imperativo, para obedecerme. No darlo todo sin reciprocidad. No entregarme a quien no me mira de frente. No sostener lo que me hace daño solo por miedo a perder.
Sigo: quiero paz después de la tormenta, pero no la paz de esquivar el mundo: la de hacerme cargo sin latigazos. Quiero que mi jardín interno crezca verde, con riego parejo y luz suficiente: nada de afectar un bosque si apenas mantengo una maceta. Vivir el presente: el futuro es un buen destino, un pésimo domicilio. No estancarme: mover una pieza por día, aunque sea mínima. No ser menos que mi destino; tampoco más: ser exacto.
Me prometo cuidado: dormir a horario cuando el cuerpo reclame, comer en calma, caminar aunque sople el viento, fumar menos y, cuando fume, que sea reloj y no escondite. Agua fría en la nuca si la cabeza patina; tres páginas a mano si el pecho se carga; llamar a alguien si el orgullo quiere isla. Trabajo bien hecho, facultad sin sobreactuar sacrificios, empresa con estructura para que mi vida no dependa de una persona—ni siquiera de mí en versión héroe.
Me repito que perder gente no es quedar perdido. Sensei eligió otra orilla por ahora: disfrute, enfoque, otra velocidad. Lo entiendo. Agradezco lo enseñado. Perdono lo que dolió. Me perdono por haberlo convertido en salvavidas cuando él también apenas nadaba. Si vuelve, que sea por elección; si no, que el vínculo quede sin moho. Nadie me debe rescate. Yo me debo presencia.
Vuelvo a M. por última vez en el día. No la convierto en villana ni en tótem. Nos lastimamos. La amé; me amó a su modo. No vuelvo a ese pozo: segundo voto. Cuando mi mente quiera romantizar lo que me rompía, abriré la ventana, dejaré entrar frío, y recordaré por qué me fui. Sostener la verdad sin odiar: tercer voto. Cuidar el lenguaje—lo que digo se me vuelve casa: cuarto voto.
Cierro con la frase que necesito para mañana:
“Merezco llegar al Mandalay no por destino, sino por método: atención, paciencia, trabajo, amor propio sin grandilocuencia.”
El camino no es incierto; lo incierto soy yo cuando dejo que el miedo maneje. Ya no. Hoy elijo. Y elegir no es gritar; es sostener. Guardé los anillos en un cajón que no abre solo. Dejé a cargo a mi madre de lo que fue, para no tentarme a revivirlo. Vendrá lo que tenga que venir; yo voy hacia lo que construyo.
Apago la luz, dejo el balcón entreabierto. El humo sube fino, vertical, como un pulso que aprendió a no mentir. Me digo al oído, sin dramatizar: “No vuelvas a soltarte.” Y por primera vez me creo.