La vida en Córdoba tiene una trampa elegante: sobran recursos, faltan necesidades. Es un buffet abierto donde uno puede ser tanto y, a la vez, nada. Camino por avenidas limpias y siento el presagio de estar “hecho” sin haber cruzado todavía el desierto que separa el deseo del logro. No suena a autoboicot; suena a rutina: tela de araña que no se ve, pero pega. A veces extraño tu compañía, no tu vida conmigo. En el fondo, extraño una parte mía que todavía está llegando a casa. La integración dejó paz y brisas claras; las voces que antes gritaban hoy apenas son un eco fantasma.
Me repito que la etapa difícil no será sobrevivir sino salir a buscar lo que me pertenece. Hay un llamado de soledad que me baja hasta el tuétano: me pide abandonar todo vínculo por un tiempo para crecer mejor. Lo escucho y lo desconfío: no sé si es sabiduría o patrón viejo con máscara nueva. Decido mirarlo sin juicio: quizá lo que pide no es aislamiento, sino nítidez.
¿Qué es estar encaminado? ¿Tener objetivos claros y caminar hacia ellos? Toda mi vida avancé hacia el futuro con el pasado cargado en la espalda; ahora la mochila no está y la calma me deja disfrutar sin interrupciones. Me pregunto si la paz es reposo o disfrute. Pienso, reflexiono, escribo, repito: ése es mi hobby y mi modo de respirar. No sé vivir sin pensar; tampoco quiero. La clave parece ser pensar bien: convertir la lucidez en dirección, no en ruido.
El desafío de todo comienzo es darle dirección al hambre del alma sin ahogar la curiosidad del corazón. Aparecen señales de ruta: escribir más, relanzar el blog, seguir con Pegasus. El alma dice que sí; el cuerpo demora; la mente apacigua el llamado como si lo meciera. ¿Es autoboicot? No lo sé: puede ser simple inercia después del terremoto.
Mi paz, hoy, es existir sin justificarme. Antes mi valor dependía del movimiento: metas, objetivos, acción. El camino al Mandalay reordenó la casa: sané raíces, cambié planos. Ahora toca inspección fina: ¿qué me genera cada cosa?, ¿dónde pongo límites?, ¿qué le bajo el volumen? Primer paso: no sobredimensionar lo que no suma. Segundo: calmarme cuando vuelven los ecos del pasado. Tercero: cuidar la soledad elegida hasta que se vuelva compañía.
Mientras escribo me llega la nostalgia de mi eje adolescente: departamento, libros, código, cuadernos; una felicidad austera. En el nuevo departamento intento recuperar ese pulso, pero sin máscara de invulnerable y con emociones nombradas. Me sorprendo preguntándome cuánto dura el velorio del yo antiguo. La duda es ansiedad disfrazada: no una verdad. Las cadenas nunca fueron de afuera: era yo atándome. Si esto es amor propio, lo elijo; la paz no se negocia, como bien me enseñó el sensei.
Al caer la tarde aparece el llamado hondísimo: no puedo seguir este camino acompañado de cualquier manera. Menos noches en serie, menos conversaciones que se evaporan. No vibro en esa frecuencia. Quiero centrarme en mí, no administrar opiniones ajenas. Suena duro, pero es honesto: terminar pendientes, hacer borrón y cuenta nueva, y quedarme con vínculos que respiren conmigo. Si el precio de la claridad es un poco de soledad, lo pago.
Cierro la ventana a medias. Humo que sube fino. Un vaso de agua. Apoyo la espalda en el respaldo sin pedir permiso. Pienso que estar encaminado quizá sea esto: que la calma no me duerma y que el deseo no me arrastre; caminar despierto, con la brújula en el pecho y el mapa en la mesa.