Cuando dejé de pedir perdón por existir
No te respondo por gentileza ni por deuda. Te escribo porque me cansó la curvatura de tus mensajes hacia vos misma, esa órbita que todo lo chupa. Me alegra —sí, me alegra— saber que nunca vas a medir la magnitud exacta del cráter que dejaste: cómo partiste mi casa, cómo te llevaste piezas que ni sabías nombrar. Nunca entendiste mi cuerpo cuando entraba en frío, ni el latido raro cuando mi corazón se defendía de tus silencios. Tu perdón de feria me consumió una vez; hoy no. El cambio real no cabe en tus atajos.
Yo ya no soy tu perro agradecido por migajas.
No escribí el final: apenas puse en palabras el principio de lo inevitable.
Vos elegiste el resto: mentirle a tu madre, mentirme a mí, nunca pelear por mí, prometer un hogar cuando aún eras una niña cuidando una niña.
Te creí como un hombre que cree en el pan de cada día. Me quedé cuando gritabas, cuando convertiste el living en pasillo, cuando tus inseguridades cercaron mi cama. Inventé maneras de querernos cuando a vos te faltaba la tuya. Te sostuve sin manual, con la espalda, con los dientes, con la torpeza más honesta que tenía.
Eso hice porque te amé de verdad. No el amor de la foto: el de la olla, la toalla, el insomnio, el volver a empezar. Amar es quedarse cuando la otra persona no sabe amarse; yo me quedé incluso cuando vos te desconocías. No lo digo con rencor: lo digo con el dolor exacto del hueso cuando recuerda que estuvo roto.
Fuiste —para mí— la mujer de mi vida. Eso no cambia.
Lo que cambió fue la casa.
Yo soñaba refugio y vos hiciste de ese espacio un lugar con techo pero sin abrazo: tensión, reproches, distancia colgada como ropa húmeda. No me fui de un día para el otro; me fuiste perdiendo de a centímetros, y lo sabías. Porque te lo dije. Porque lo lloré. Porque grité en silencio en la cocina mientras vos mirabas el celular como quien mira la lluvia caer en otra ciudad.
Y sin embargo te seguí eligiendo.
Hasta que me escuché: no estabas lista para la entrega que traigo, para la lealtad que ofrezco, para el tipo de amor que yo sé dar.
Un perdón no alcanza cuando la herida es diaria y de baja intensidad.
No alcanza cuando pedís una caricia y te contestan con brillo labial.
No alcanza cuando abrís tu mundo y del otro lado bostezan.
Lo triste no es que esto termine; lo triste fue verme construyendo en ruinas, barriendo vidrio, intentando colgar cortinas en paredes sin pared. Y aunque me cueste, ya no hay retorno. No porque no te ame —en algún recodo todavía duele tu nombre—, sino porque aprendí a no elegir a quien me rompe mientras dice quererme.
Si te queda un gramo de buen amor por mí, usalo para entender esto: no te suelto por orgullo. Me suelto por amor propio.
Y si un día te preguntás qué fue de mí, ojalá te acuerdes de esta línea: no vas a encontrar a alguien que te ame como te amé. No porque yo sea único, sino porque vos ya sos otra, y yo también. Salí al mundo y descubrí que esa inseguridad que me clavaste —por mi cuerpo, por mi altura— era humo. Soy suficiente. Siempre lo fui. Y en esa suficiencia cierro la puerta: no para que no entres, sino para que yo por fin pueda dormir.