6- Cartas a la sangre

Mi viejo tiene un método de silencio: escucha hasta que las paredes se acomodan y entonces dice dos palabras que alcanzan. Mi vieja insiste con un “¿necesitás algo?” que llega a cualquier hora; es un puente que no sabía cruzar. Mi tía también cambió de voz: dejó de sermonear, ahora pregunta.
Entiendo algo que antes no: no estaba preso, estaba asustado. La celda la armé yo con discursos heredados y un orgullo flaco. Lo irónico es que esa cárcel me salvó cuando debía; hoy tengo que abrirla. La adultez no es sólo pagar cuentas: es incluir a la familia en el camino del bienestar.
En este tramo me toca ser mi propio padre: guiar al pibe que se quedó en esta ciudad mirando por la ventana. No es integrar ni destruir: es guiar. Mostrarle las veredas nuevas, explicarle que la felicidad no es delito, que nadie nos persigue, que podemos hacer las paces con nuestros apellidos sin dejar de ser nosotros.
De noche, vuelvo a leer lo que escribo y siento el latido en la garganta. Me arde la nuca, se me duermen los antebrazos, el corazón pelea con el frío. Respiro por la nariz, cuatro tiempos, y se afloja el nudo. Hago lugar en el pecho: va a entrar lo que viene.

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