Mientras avanzan los días en este camino, la memoria se me vuelve herramienta y filo. Lo que antes eran postales blandas hoy regresa como dagas frías entre los omóplatos: escenas que creí archivadas, voces con olor a humedad, pasillos sin luz donde de golpe se me acelera el pulso. No es nostalgia edulcorada; es arqueología sin guantes. Escarbo y me corto. Saco tierra, y debajo late algo que todavía sirve.
A la distancia perdí raíces, no recuerdos. Las raíces no se olvidan: se sueltan. Y, sin embargo, el chico que se quedó encerrado en esta ciudad —ese que sabía dónde escondía la llave— es el que me salva. Lo escucho respirar cuando el viento baja del valle y endurece la mandíbula. Me dice por dónde doblar, qué palabra no pronunciar, cuándo callar antes de romper todo. Ese chico me guía hacia el Mandalay sin mapa, con una certeza de perro que conoce la casa aun con las luces apagadas.
Este viaje no es solo desenterrar lo viejo ni dejar a nadie en el lugar correcto del álbum. Es fabricar herramientas nuevas con material de ahora: paciencia que no conocía, valentía sin grito, una ternura que se me hace músculo. El objetivo tiene nombre chico y enorme: paz. No una paz de postal; paz practicable, que aguante la intemperie de un martes.
La vida como la conocía se cayó en silencio. Me quedó una hoja en blanco y, por primera vez, sin presión en la espalda. Donde antes había acusaciones y listas, ahora hay espacio. La familia, que durante años fue campo minado, hoy es estructura. Sostienen, preguntan, esperan. No me piden milagros: me piden verdad. Y con eso alcanza para empezar.
Pero abrir la puerta no trae solo aire fresco: entran dolores nuevos, preocupaciones que no había visto de frente, pensamientos que me piden nombre. El pasado, para esta parte del viaje, no alcanza. Lo que aprendí allá sirve como motivo para quedarme cuando todo tambalea, no como manual. Las viejas técnicas ya no empujan: frenan. Lo más doloroso de encontrarse es ver caer los muros indestructibles. Cuando caen, no dejan una sala perfecta: dejan vacío y un horizonte que asusta por abierto.
Camino por ese descampado como quien sale del campo de batalla sin armas ni armadura. Quedo desnudo y con frío, respirando por la boca, la lengua con sabor a metal. Miro mis manos: están temblorosas de resistencia. La misión no es recuperar lo perdido, es forjar de nuevo. Pero ahora el hierro es otro: ya no sirve el que me salvó de pibe. Ese metal me sostuvo entonces; hoy me hunde.
Los desafíos cambiaron de forma. Ya no es “cumplir objetivos” o coleccionar metas; es ver qué depara esta etapa y construir momentos que sostengan cuando pase el efecto de la novedad. Es forjar carácter sin confundir dureza con coraza, ensanchar la personalidad sin disfrazarla de personaje. Todos mis sistemas se derrumbaron como edificios mal calculados. Quedaron ruinas útiles: una escalera, un dintel, un ladrillo con fecha. Las armas del pasado se quedaron pegadas al barro. La armadura se desprendió en la bajada al infierno y no pienso ponérmela de vuelta: pesa, oxida, miente.
Contraintuitivo: al perdonar y hablar se me alivianó la mochila. Las raíces dejaron de sangrar, los vínculos se acercaron, el malentendido encontró gramática. Y en ese alivio aparece el golpe más raro: el dolor de haber sostenido una idea falsa demasiado tiempo. Crecí jurando que la familia era la raíz del mal. Hoy, con ese conflicto trabajado, veo el paisaje que estaba detrás y me queda esta pregunta sin pared: ¿qué sigue cuando los problemas de siempre dejan de dirigir la orquesta?
Ahí aparece la barrera invisible. No suena, no grita, no tiene cartel. Solo no deja pasar. Me detengo y la miro. No es un enemigo; es una versión mía que se quedó guardando la puerta. Está asustada. Se acostumbró a que el dolor fuera identidad y ahora no sabe dónde colgar el abrigo. La entiendo: durante años la empujé a sobrevivir con lo que había, la obligué a ser estatua en medio del vendaval. No vine a echarla; vine a abrazarla y a decirle que puede salir sin que la devoren.
La última batalla no tiene contrincante, tiene origen. No se gana con más fuerza, se gana con honestidad y una especie de amor técnico: el que acomoda lo que duele sin adornarlo. Nadie puede pelearla por mí. Me toca ser guía, guerrero y adulto al mismo tiempo: conducir, dar la cara, y sostener cuando el cuerpo pida fuga. Hay días que la valentía me alcanza; otros, tiro de recursos simples: agua fría en la nuca, caminar diez cuadras, un cigarro de cuatro minutos que le ordena los bordes al mundo, respirar en cuatro tiempos hasta que afloje el zumbido detrás de las orejas.
En esta etapa la memoria no es museo; es taller. De los fragmentos fabrico herramientas:
— De los errores, protocolos de cuidado.
— De la distancia, rituales para volver sin humillarme.
— Del silencio, lenguaje.
— Del miedo, mapa.
El futuro, por una vez, no es promesa hueca ni amenaza: es campo abierto. No me corre nadie. Si corro es por voluntad. Si freno, que sea para mirar. Y cuando el pánico suba —porque sube— recordaré que el pasado no manda: apenas avisa. Lo escucho, le ofrezco una silla, le doy agua, y después lo acompaño a la puerta. No lo echo: lo despido.
Al final del día, cuando la casa queda en silencio respirable, vuelvo a la mesa. Pongo un jazz mínimo. Releo lo escrito. Hay una línea que se salva, otra que no, un párrafo que me devuelve el calor a las manos. No busco moraleja. Busco ritmo. Si aparece, me quedo. Si no, también: la paz, como el sueño, no llega por empujarla. Llega cuando dejo de forzar la cerradura.No sé si “Mandalay” era una ciudad o un modo de estar en el mundo. Hoy me alcanza con esto: no heredarme la guerra. Dejar en claro que puedo construir sin el miedo como arquitecto, que puedo querer sin prenderme fuego, que puedo volver sin arrastrar cadenas. El chico que fui —el que guardó la llave— me mira desde la puerta. No está pidiendo explicaciones; está pidiendo que lo lleve. Le digo que sí. Salimos. El aire de la noche ya no corta: oxigena. Y por primera vez en mucho tiempo, la hoja en blanco no me desafía: me invita.