Volver a Cipolletti fue como subir desde un sótano inundado y abrir la puerta a un invierno sin colores. El aire entra afilado, se mete en la ropa, se planta en el esternón y tiembla. Mis viejos ya no son materia de estudio: son personas. Les veo el miedo en las manos, las frustraciones dobladas dentro de los cajones, sueños detenidos como mi taza favorita con una grieta mínima.
En la mesa, hablamos de frente. Descubro que el dolor que llevo no es solo mío: también está en las fotos de la abuela, en el hueco del sillón que ya no ocupa, en la forma en que callamos cuando alguien dice su nombre. Ese núcleo que creí roto sigue encendido en los gestos: un plato servido, un mensaje de madrugada, alguien que pone agua para el mate sin preguntar.
El fin de semana anterior me partió un piso falso: pensé que era quiebre, fue renacer torpe. El mundo pide una valentía que no tengo, así que ofrezco lo que sí: agallas. Traigo al adolescente que fui, lo siento en el borde de la cama y le digo mirá: cambió la casa, cambié yo, cambió la familia. Las presiones de antes eran traumas con uniforme; hoy nadie me apunta. La felicidad dejó de ser mala palabra: es trabajo y dirección.
Para llegar al Mandalay que imagino, no alcanza con ordenar la pieza: hay que desmontar la estructura que me salvó de chico y me destruye de grande. Si sigo igual, muero en cuotas. Elijo vivir a pulmón: con la piel erizada por el frío del valle y la espalda apoyada en esta mesa.