Volver no es geografía: es rito. Se vuelve como se reza, con las manos limpias o no, con lo que haya. Yo volví a un patio donde el frío sabe pronunciar mi segundo nombre. Encendí un jazz pequeño y me senté con todas mis versiones: el que insistía, el que se iba, el que discutía, el que callaba, el que fumaba por cobardía y el que fuma para pensar.
Los llamé uno por uno para un acto que no sabe el diccionario: despedir sin borrar. A Mara la senté a la mesa del aire. No traje rencores: traje un plato hondo para que coma el vacío. Le dije gracias sin voz. Le pedí que se vaya despacio, que al salir no apague la luz. Los anillos —símbolos de un juramento que ahora es memoria— se guardaron solos en un cajón que ya no pesa.
Después vino la parte difícil: quitarse la armadura sin quedarse frío. Es aprender a estar con la espalda recta sin inventarse un enemigo. Descubrí que bajo el hierro creció un árbol. No quería frutos, quería espacio. Le hice lugar corriendo muebles viejos: culpas heredadas, discursos aprendidos, manuales de supervivencia que ya no hacen juego con este clima.
Entonces la familia se me paró al lado como si fueran paredes nuevas. Mi padre cambió de costado el silencio para que yo pudiera apoyarme. Mi madre, con su costumbre de preguntar por lo obvio, me tejió una bufanda de mensajes. Entendí: el Mandalay que buscaba no estaba en el mapa, se arma con gente.Y me prometí una simpleza: no mendigar amor, no prometer lo que no puedo sostener, no volver a ser turista en mi propia vida. Si la paz existe, no es un jardín perfecto; es un pasto resistente que crece en los huecos de la vereda. Ahí quiero tender la manta. Ahí quiero escribir: que todo lo que insiste en quedarse tenga donde quedarse.