Crónica de un amor empezado en falta y una confianza que no volvió.
Te vi por primera vez en el sillón gris del living de Ituzaingó 1480: buzo grande a modo de refugio, el pelo húmedo haciendo sombra en el cuello, una taza con un anillo de café seco en la mesa y migas como constelaciones alrededor. La luz entraba oblicua y levantaba polvo, como si alguien hubiese sacudido la memoria delante mío. En el mismo minuto se me encendieron dos certezas enemigas: “es acá” y “no”. Aprendí tarde que el inicio ya me estaba diciendo todo.
Venías saliendo de otra historia y yo me ofrecí como curita sin pedir manual: calor rápido, techo, hombro, promesa. Escuché tu relato de R. —primer amor, tóxico, rastro de hábitos— y vi los tics que te quedaron: medir el terreno con verdades a medias, retrasar la sinceridad hasta estar a salvo, probar cuánto aguanta el otro antes de abrir el pecho. Yo prometí cuidado y terminé prestando mi sistema nervioso.
Llegué reparado a tu puerta: después de mi propia cirugía del alma, con el corazón envuelto en gasa limpia. Te lo ofrecí como lienzo. Al principio lo pintaste con colores vivos. Decías cosas mínimas —“¿hacemos arroz?”— que para mí eran actos de permanencia. Con el tiempo, la paleta viró: azules quemados, grises que no secaban, negros de lápiz que manchaban todo. No sé si cambiamos nosotros o si el cuadro ya venía mezclado desde antes.
Dormías del lado izquierdo, con la pierna derecha buscando territorio sobre mis muslos. Yo me despertaba antes para mirarte en horario de nadie y a veces decía una belleza inútil —“qué linda sos a esta hora”— como quien deja una vela prendida en una habitación cerrada. Noté temprano tu facilidad para escapar de lo que nombraba futuro: esquivabas planes con elegancia, dejando un rastro de talco.
La tarde del cine fue la primera grieta. Había siesta corta, apuro, película olvidable. Yo estaba en la butaca con visión de túnel; atrás había quedado el teléfono con una sospecha encendida. Volvimos, hicimos el amor con una lámina de vidrio entre los cuerpos, te dormiste. Yo bajé al patio con patas de frío: pared áspera, música en mínimo, veinte cigarros como metrónomo de la caída. Llamé a mi hermano de ruta para no desarmarme. A la mañana siguiente ya no era el que había llegado a esa casa con el corazón envuelto en gasa.
Luego vino el trabajo imposible: reconstruir confianza con madera mojada. Te mostré datos; mentiste cinco veces antes de admitir. Me dijiste que mentir era una técnica de supervivencia que te había quedado del pasado. Yo repetí mi oración favorita —conmigo podés decirlo todo— como quien reza en idioma ajeno. Desde entonces dejé de decirte bellezas al amanecer, no por castigo, por duelo. Separé vasos, elegí mi toalla, afiné el modo de entrar a la cama para no rozarte: gestos pequeños que delatan roturas grandes.
Empecé a ver lo que antes pintaba de otro color: la fascinación por el objeto, el apuro por el dinero, la alergia a la vulnerabilidad. Y algo más fino: la familia proyectada donde vos no te sentabas nunca del todo. Yo seguí ahí, sosteniendo una mesa imaginaria, jurando que el próximo domingo sí. El amor se volvió mecánica, y la mecánica, costumbre. El resto ya estaba escrito en la forma en que apoyabas el celular, en cómo desviabas los ojos cuando la charla pedía verdad.
Si cierro los ojos y vuelvo a Ituzaingó: codos en rodillas, celular agarrado como piedra caliente, un “no me juzgues” que era, en realidad, no me mires. Yo te amé y me perdí. Ahí empezó mi arqueología: desenterrar del comienzo los fósiles del final.