Mara III — La casa limpia, la trampa del regalo, la negativa del abrazo (crónica del encuentro)

4:40 a.m. La casa limpia como en ceremonia: sábanas tensas, vasos alineados, la pecera por lavar como último altar. Me escribiste tarde, propusiste vernos, corriste el horario de las 14 a las 17. Fui al súper por café: dijiste tener prensa francesa y cero granos. Empezó todo por un descuento en tu cuenta de farmacia; era el hilo flojo que el destino quería que tirara. Yo también lo supe.

El encuentro se orquestó con un regalo que había comprado con mi madre en esa época en que intentaba recuperarte. Sabía —con vergüenza y precisión— que por un regalo vendrías aunque fuera saltando charcos. Lo preparé como trampa para la verdad: verte sin maquillaje emocional, sin mi amor de filtro.

Subimos en ascensor con chistes fáciles sobre el pasado. Entraste de pie y te quedaste así dos horas, como si sentarte implicara ceder. Hablaste en modo desconocidos: logros en superficie, fiestas, hombres, alcohol, tatuajes, operaciones, cabello, vestimenta, peso. Detallaste lo que te prohibían antes y ahora hacés: fuego a escondidas y después el humo en la cara de todos. Yo te escuché con una calma que desconocía y, abajo de esa calma, un temblor en la rodilla izquierda.

Vinieron los nombres. Alvaro: el viejo interés al que alguna vez le arrebaté tu mano. Lo dijiste contenta: “cambió, ya no es mujeriego”, la misma frase que te rompió cuando él era mujeriego. La repetición daba asco y piedad. Después Borja, ex tóxico de Luján —amiga a la que querés poco desde siempre—. “Nos hicimos amigos para hacerles la contra”, dijiste, riéndote con odio. Allí entendí que tu brújula marca norte hacia cualquier lugar donde pueda haber ruido, teatro, escena.

La máscara se fisuró cuando te solté, casi con ternura: “Me alegra haber dejado la vara alta para los que vengan”. Lo respondiste sin dudar:
Sí, la dejaste. Ahora salgo con caballeros que me pagan todo, me compran ropa, me invitan. Ahora no tengo que pagar nada.
No mencionaste amor, gesto, compañía, cuidado. El interés habló por vos sin traductor. No necesité decir nada: la frase se explicaba sola.

A mitad de charla me vi llorando. No por vos: por mí. Por la humillación que me tragué, por el tiempo que sostuve lo insostenible, por la cara con la que me quedé frente al espejo tantas noches. Te pedí un abrazo. Lo negaste. Ofreciste secarme las lágrimas con la mano, sentarte cerca… y repetías una consigna absurda que parecía salida de un** stand up cruel**:
Cantá.
—Te estoy pidiendo un abrazo.
Cantá, dijiste, con Luis Miguel bajito de fondo.
La escena se volvió surreal: yo cantando una estrofa para demostrarte que podía obedecer, vos firme, orgullosa de no ceder. Nunca pensé que mi amor por vos iba a terminar cantando.

Pediste tu regalo con urgencia. Dije no. Insististe dos veces. Terminé cediendo llorando. Te delataste con una frase que quisiste parchar al instante:
Vine por el regalo.
Me manipulaste rápido: “soy ansiosa”, como si ese adjetivo fuese llave maestra. Al abrir la caja, tu sonrisa de oreja a oreja: brillo al fin. Por el regalo ofreciste un abrazo. Lo rechacé. No quería un abrazo por trueque. No quería tocar la lógica que me había destruido.

Rubi se recostó en mis piernas las dos horas, indiferente a vos. Dijiste que era el amor de tu vida; te despediste con un roce y un chau sin alma. Los animales no juzgan, pero perciben. La escena la escribió ella con el cuerpo.

Te fuiste rápido. En la puerta, como quien da un puñal envuelto en celofán, respondiste a mis dos verdades: que Alvaro seguía siendo lo que era, que me negaste el abrazo sabiendo quién fui en tu vida.
Y bueno, así es la vida, dijiste, y te fuiste casi corriendo.

Caminé detrás, lento, llorando bajito, no para alcanzarte sino para comprender el desastre. Fui a la casa de mis amigos —mi familia—. Me abrazaron, me hicieron lugar, me acostaron en un sillón donde no había teatro. Juntamos tus cosas y las saqué de mi casa: cartas, objetos, ese par de anillos que dejé encima de la mesa como quien devuelve una religión. Ellos se los llevaron. Sentí el peso irse del dedo y, con él, una sombra del alma.

Esa noche te mandé un audio: no vuelvas más. No por odio; por dignidad. No sos bienvenida en mi casa, ni en mi memoria activa. Si alguna vez te acordás de mí, que sea cuando descubras que solo el cuerpo no alcanza para lo que fingías buscar.

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