Me desperté con el pecho abierto como una puerta forzada. El sueño no fue sueño: fue un disparo a quemarropa. Vos —Mara— con esa facilidad de hielo que a veces te salía por la boca me decías, sin pestañear, que todo el verano estuviste con otro. Un nombre cualquiera —Álvaro, digamos— para nombrar la sustitución. En el sueño yo no gritaba: mi cuerpo se achicaba. La mandíbula apretada como una morsa, los dedos buscando aire en la sábana, la lengua ardiendo por dentro como si hubiese fumado veinte seguidos. El pánico tiene olor: a cobre, a noche cerrada, a toalla húmeda guardada en un bolso.
No lloré por nostalgia. Lloré por la devastación. Por la forma en que quedaron las vigas internas después de vos: astilladas, torcidas, con clavos mal sacados. No me duele la idea de que ya no estés —eso ya no existe—; me duele la zona quemada que dejaste atrás. Una parte mía, la que aún se mueve con tics de animal herido, emana veneno a ratos. Es un zumbido bajo, una electricidad triste que sube desde el estómago hasta el párpado: rabia vieja, tristeza sin abrazo, frustración que busca techo.
Y pienso —sin morbo— en la contabilidad que hice por vos: te di mi tiempo, mi trabajo, mi lealtad, mi piel, mis ahorros, mi fe, mi humor de los domingos, las horas de madrugada, la paciencia de escuchar tus silencios y hasta mi forma de estar en una casa. Todo. Me había prometido —antes de vos— que serías la última a quien le entregaría el mapa y las llaves. Y cumplí. Pero no se le miente al corazón: cuando el cuerpo no acepta, expulsa por donde puede. Lo que no dice el alma desborda el templo.
Hoy no quiero respuestas. Tengo cien porqués que podrían abrirse como cajones, pero no pienso ordenarlos. Prefiero la incertidumbre a tu recuerdo. Prefiero el hueco antes que tu sombra sentada otra vez en la mesa. No te quiero en casa. No te quiero en la memoria como polilla, ni en el pecho como residuo. Lo decidí en voz baja: borrarte no es negarte; es elegirme.
Y aun así, hay días en que Maquia me mira fijo desde la cocina y Rubí se curva sobre mis piernas con esa gravedad de gato que te pesa justo donde duele, y la casa entera se me cae encima. No por vos; por lo arrasado. ¿A dónde van los sueños comunes cuando se clausura una noche? No desaparecen: se esconden como chicos detrás de una cortina y respiran fuerte, pensando que nadie los ve. Tiemblan, lloran bajito. Yo los busco sin apuro; cuando asoma un pie, no los regaño. Les digo que vamos a salir afuera, que el patio todavía existe, que hay sol, que la brisa mueve el humo y que nadie vuelve a fusilarnos mientras dormimos.
Vos decís “fue un sueño”. Yo digo: fue el cuerpo haciendo memoria. Y en esa versión de mí que vuelve de la pesadilla con la remera mojada, hay un hombre que por fin no negocia. Si amarte fue el incendio, elegirme es aprender a vivir con la cicatriz: tocarla, nombrarla, saber que no es estética sino supervivencia.