Mara VII — Inventario de una casa (arqueología de lo que no vuelve)

La casa amaneció en pausa. Las tazas quedaron detenidas en el mismo estante —la tuya, con la oreja rota y esa línea de lápiz labial que ninguna esponja se quiso llevar del todo—. Los cubiertos hacen un ruido de cajón que me destapa los recuerdos; los platos, alineados como soldados que no recibieron la orden de descanso. Hay polvo en los bordes de la mesada y polvo en el borde del recuerdo: lo soplo y vuelve, se posa y vuelve; el olvido es un trabajo manual.

Camino descalzo. El piso sabe dónde apoyabas primero el pie. La heladera guarda imanes inútiles de lugares donde nunca estuvimos. El espejo del pasillo deforma lo justo para recordarme que ya no soy el que sostenía la respiración cuando abrías la puerta del baño. Sobre la mesa, dos tazas detenidas en una conversación que no sucederá. Te juro que de lejos parecen hablar, pero si me acerco solo mastican polvo.

Me pregunto qué se hace con los sueños que tenían dirección postal. Los nuestros tenían muchas: Ituzaingó, un balcón, el olor a lluvia en la avenida, una planta que nunca supimos cómo se llamaba. ¿Se tiran? ¿Se guardan? ¿Se sueltan en el río como cartas sin destinatario? No quiero que vivan acá como fantasmas educados. Que no se sienten a la hora de la cena. Que no me pidan “contanos un cuento”. Prefiero abrir la ventana y dejarlos salir como se deja ir a un pájaro que entró por error.

Hay un miedo raro que no es por vos: temo olvidar. No a vos —que ya te borra la intemperie—, sino lo que aprendí mientras te amaba. Me asusta despertar un día y no recordar los límites que me salté, los signos que omití, el precio que pagué. Porque si me olvido de eso, vuelvo. Entonces hago inventario: esta es la taza que me enseñó a poner un límite, este es el estante donde entendí que a veces el amor solo se parece al amor, este es el sillón donde un abrazo negado hizo más ruido que un portazo.

Hay objetos que aprendieron a mentir por vos: la bolsa de té que parecía conversación, el perfume en la toalla que parecía presencia, el “enseguida vuelvo” clavado como un alfiler en la cortina. La casa también cura; cura oxidando. Lo que se oxida pierde filo: deja de cortar. Eso me consuela. Saber que una cuchara puede volverse una piedra sin aristas, que una foto sin caras puede ser solo luz sobre papel.

A veces Rubí viene y se me queda dormida encima, pesadita como si supiera que el corazón necesita peso bueno. Le rasco la nuca y la casa se acuerda del silencio anterior a tu ruido. No hay tragedia en eso: hay vida. Vida que reclama rutina nueva, cafés para uno —dos si hay visita—, música sin tu playlist, luces encendidas donde antes se pedía permiso.

Si el tiempo hace su trabajo, un día no voy a reconocer la forma de tu sombra en el pasillo. Y sí, asusta. Porque me dejé todo en esa apuesta, y el todo cuando vuelve no encuentra lugar exacto donde sentarse. Vuelve agrandado. Choca con los muebles, me deja marcas en los tobillos, se queja de la luz. Entonces lo siento a mi lado y lo escucho; le digo: vamos a rearmar otra mesa. Sin fotos atrás. Sin anillos en la repisa. Sin esa costumbre de pedir perdón por avanzar.

Hago rituales chicos: cambio de lado la cama, muevo la mesa, tiro la taza con tu inicial. No para lastimarte a destiempo, sino para dejar de lastimarme yo. Dejo un espacio vacío en la biblioteca —una baldosa floja en el mapa— para recordar que acá había una promesa y que las promesas también caducan. Y cuando el polvo vuelve a posarse donde estabas, ya no me enojo: soplo suave, agradezco lo que quedó en pie y abro la ventana.

Si amarte fue pintar la casa de golpe, ahora me toca aprender los oficios: lijar, masillar, pintar de nuevo, pero con otra luz. No hay apuro. El Mandalay —esa palabra que me guía como brasa— no me exige velocidad; me pide oficio. Y hoy el oficio es este: cuidar la casa hasta que ya no seas tema. Porque cuando eso pase, no estaré vacío; estaré desocupado. Y la desocupación del dolor es el cuarto luminoso donde voy a escribir lo que viene.

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