Mara VIII — Destrucción de un hogar

Actas del derrumbe: traición, espera, silencio

Te amé con la impaciencia sagrada con la que un niño espera a su madre; con esa fe que mira la puerta creyendo que el amor siempre vuelve con las manos ocupadas de pan y abrigo. Soñé que nos veríamos así: yo, a la ventana; vos, doblando la esquina; la casa abriendo su pecho para que el invierno no nos toque. Al final, cuando se apagó el último fuego, no quedaron más que cenizas y serenatas en torno a una hoguera fría, como si el pasado se hubiese reunido a cantar a oscuras lo que fue nuestro refugio.

Yo quedé sentado en el medio, rodeado de espíritus domésticos: tazas que aprendieron a mirar, sábanas con memoria, una pecera que de noche parecía respiración. Y, entre esos restos, latía un corazón que ya no ardía, pero todavía estaba tibio. Me hice la pregunta cruel de siempre —¿por qué?—, no para entrar al museo de las respuestas sino para dejar las manos ocupadas mientras el dolor chorreaba. ¿Por qué tu falta de amor? ¿Por qué ese accionar de hielo que hacía crujir los vasos? ¿Qué te faltaba que yo no supiera nombrar?

Yo te di una vida cómoda, sí, pero calentada por mi llama. Te di mi tiempo como quien riega una planta sin mirar el reloj. Te di mi paciencia, mis sueldos, mis domingos, mi música, mi cama templada antes de que llegaras, mi fe en que se puede. Fui un mejor hombre de guerra para sostener la paz de adentro. Y no alcanzó. Ni siquiera para que dejaras de herirme donde más blando era.

Lo más triste fue ver que abriste los ojos cuando ya me había ido. Cuando el eco de mis pasos empezaba a perderse en el pasillo y el frío ya no era metáfora sino pared entre nosotros. Recién entonces saliste de vos; recién entonces me nombraste. Y, como un último cuchillo envuelto para regalo, dejaste aquella confesión: “Siempre me sentí insuficiente a tu lado. No creía poder darte lo que vos me dabas. Por eso te trataba así.” Palabras afiladas, sí. Palabras que abren una duda que todavía miro de reojo: ¿fui yo, por querer ser demasiado, quien terminó de romper la casa?

Nunca podré consolar la parte de mí que mataste a cielo abierto. No lo hiciste con furia, lo hiciste con frialdad: sin temblar, sin pedir perdón, como quien firma un recibo y se va. Y sin embargo, lo que más dolió no fue la traición, sino el tiempo que tardó en morir. No se trató de un tiro limpio, fue agonía: días, meses, años dando de comer a un animal que se negaba a respirar. Yo atizaba el fuego con mis manos a la vez que me deshacía. Traté de resucitar lo nuestro como se hace RCP sobre un recuerdo. No alcanzó. Lo vi irse. Con él se fue mi amor por vos, y con mi amor, una parte de mi alma.

Porque vos fuiste la única mujer que todos mis yoes quisieron a la vez. Al principio brillaban con tu luz: el adolescente, el que trabaja de noche, el que no sabe pedir ayuda, el que se cree fuerte, el que quiere quedarse a vivir en la risa. Uno a uno fueron cayendo mientras miraban tu accionar: ya no abrazabas; drenabas. Y yo seguía ahí, en pie, sosteniendo con los dientes lo que quedaba del techo, mientras vos pedías más y fingías no ver la sangre. Mi cuerpo tendido en la vereda, mis fantasmas gritando detrás, y vos pasando por al lado como si esa escena fuera parte del paisaje.

Me insultabas. Me amenazabas. Me achicabas. Y lo verdaderamente triste no fue lo que hiciste: fue que yo lo permití. Que no corrí, que no cerré la puerta, que quise sostener tu mundo mientras el mío se caía a pedazos. Eso habla de mí: de mi necesidad torpe de ser suficiente, de mi esperanza boba, de mi lealtad en medio de la demolición.

Vos te fuiste con rencor. Yo me fui muerto, pero en paz. Porque te di todo: mis versiones mejores y peores, mis ruinas y mis templos. Me fui sabiendo que ya no quedaba nada para sostenerme ni a mí, ni a la casa, ni a la pecera donde Rubí aprendió a mirarme en silencio. Me caí en un pozo que siempre estuvo bajo mis pies y que yo mismo cavé alimentándolo: cada desprecio, cada silencio, cada golpe sumaba tierra encima. El suelo colapsó y me tragó solo, porque apagaste a mis otros yo —o los apagué yo por vos—. Me caí por sobrepeso emocional: gordo por fuera, en inanición por dentro.

En el fondo me hice parecido a vos: superficialidad, maquillaje, sobrevivir en la superficie. Me volví feo por fuera y hermosamente roto por dentro. Y por eso no te llevaste todo: mis cenizas —esas que creías inservibles— vinieron conmigo. Las junté una por una, me soplé el pecho y volví a nacer.

Apagarme fue un oficio: me apagué intentando, me apagué recordando, me apagué diciendo “ya está” sin creerlo. Me apagué desde ese niño que no sabe todavía que está llorando. Ese que pregunta “¿por qué?” como si el universo le debiera una explicación firmada. Y yo —padre de todas mis versiones— lo vi. Lo vi sufrir como me vi sufrir cuando era él. Por querer curarlo, me rompí como vi romperse a mi padre. Pero esta vez no me enojé con él. Esta vez me abracé.

Y algo más: me abracé sin épica. No con discursos, no con monumentos. Con agua, con descanso, con comida honesta, con la ventana abierta a las diez de la mañana. Con rito mínimo: tirar la taza con tu inicial, cambiar la cama de lugar, barrer bajo la alfombra —no para esconder, sino para sacar por fin la tierra vieja—. Aprendí que la casa también cura: cura oxidando, cura quitándole filo a las cosas. Lo que se oxida deja de cortar. Y ahí pude dormir sin sobresaltos por primera vez.

¿Perdón? No lo sé. Hay palabras que piden escenario y yo prefiero taller. Estoy reconstruyendo con oficio: lijo, masillo, pinto. Reaprendo a vivir con lo que queda, que a veces parece poco hasta que lo miro de cerca: la calma, los amigos que se quedaron a juntar mis restos, la familia que ahora no es una amenaza sino un abrazo, la música que no me exige bailar, el gato que pesa justo donde la pena necesita peso bueno.

Hubo un día en que quise creer que podía salvarnos. Ahora sé que se trata de otra cosa: salvarme para que lo que toque no se incendie. Volvieron de a poco las herramientas que había empeñado por vos: brújula, tiempo propio, silencio que no asusta. La casa respira con mis horarios, el espejo ya no devuelve un acusado, el cuerpo recuerda sin desangrarse.

¿Quedó algo tuyo? Sí: una colección de advertencias. Señales que antes ignoré y que ahora enciendo como faros. Cuando una puerta se cierre con la misma frialdad, no me quedaré a esperar. Cuando una mano niegue un abrazo, no discutiré con el hielo. Cuando el amor pida recibo y garantía, no firmaré.

Destruimos un hogar. Tal vez lo destruí al sostenerlo solo. Tal vez lo destruiste al no entrar nunca del todo. Quizás fue la suma exacta: tu distancia, mi exceso, nuestras maneras de no estar. No busco juez. Me alcanza con esta certeza: si amarte fue el incendio, elegirme es la salida de emergencia. Y afuera no hace tanto frío como parecía. Afuera está la noche limpia, un cielo que no promete nada pero no miente, y una ciudad que aprendí a caminar sin arrastrar cadenas.

No sé si alguna vez volveré a levantar una casa con otro. Sí sé que la mía —la de adentro— tiene ahora cimientos que no negocian. Cuando el chico que espera a la madre me tire de la manga, lo alzaré; cuando el hombre quiera volver a dormir sobre brasas, lo despertaré. Y si alguna vez te cruzo en la vereda del tiempo, no habrá odio ni sermón: habrá distancia. Un saludo con la cabeza, si hace falta. Y seguiré. Porque, al final, aprendí que las cenizas no son el final: son semilla de carbón. Y con ellas, aunque parezca mentira, se enciende mejor la próxima fogata.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio