Mara X — Partitura del estallido: inventario, culpa y juramento

Cómo se aprende a decir basta con la voz entera

Te di todo: tiempo, piel, salario, descansos, proyectos, mi especie de fe; te di la llave y la casa y un nombre para los domingos. Te di mis mejores versiones y también mis escombros —porque así es como sé amar—. Y aun así, no bastó. Ni para detener tus ausencias, ni para que aflojaras el puño del reproche, ni para que el “nosotros” dejara de pedir oxígeno.

Hoy escribo con la respiración entrecortada de quien vuelve de una pesadilla: el cuerpo sabe antes que la mente. Amanezco con el pecho apretado, con la mandíbula cargada, con ese temblor chiquito en los dedos que anuncia tormenta. No lloro por nostalgia; lloro por la devastación. Por el modo quirúrgico con que fuiste retirando afecto y poniendo en su lugar contabilidad. Por la paciencia que me pediste mientras te cobrabas intereses.

Me cansé de repasar los “por qué”:
¿Por qué tu frío?
¿Por qué esa manera de mirar un amor como si fuera una tarjeta?
¿Alguna vez sentiste que te faltaba algo conmigo, además del espejo?

No quiero respuestas; la verdad última no cura. Prefiero este silencio con respiración propia a tu ruido. Prefiero la duda a la recaída. Prefiero borrarte de la casa, del vaso, de la playlist, de la cama; expulsarte como se expulsa un veneno lento que aprendió a hablar.

Aprendo (por fin) a leer los carteles del cuerpo:
—El nudo en la garganta: palabra no dicha.
—La espalda en piedra: mochila ajena.
—La acidez: límites cruzados.
—El insomnio: alarma que no apagaste.

Y me juro —con la misma solemnidad con que nos pusimos anillos— no volver a mendigar amor. No volver a negociar mi dignidad por un rato de compañía. No volver a ser mil roles para ser ninguno: proveedor, amante, amigo, psicólogo, guardia nocturna, decorador de ruinas. No más.

Ese día exploté y te lo dije. Fui crudo, sí. Fui exacto. No lo hice para herirte: lo hice para salvarme. Porque me descubrí construyendo sobre polvo, alimentando un hogar sin cimientos con la leña de mi propia calma. Porque entendí que la compasión sin límite se convierte en abandono de uno mismo. Porque la bondad, sin frontera, hace de la casa una intemperie.

Vos te fuiste con rencor.
Yo me fui muerto… pero en paz.
Con el juramento de no volver a elegir lo que me desarma.

Afuera, el mundo es menos hostil de lo que me dijiste. La calle no me mide; el espejo ya no sentencia. Vuelvo a usar mi nombre sin pedir permiso, a ocupar mi altura con orgullo, a caminar sin esperar aprobación. Descubro que la ternura no es debilidad; es método. Que el amor propio no es escudo; es marco. Que el silencio bien puesto es una forma de música.

Y mientras barro los restos, aparece el niño al que nunca pude consolar —el que lloraba sin saberlo, el que preguntaba por qué—. Esta vez no me enojo con él. Me arrodillo a su altura. Le ofrezco agua. Le digo: “No fue tu culpa. Ya está. Ya aprendimos.”

Queda trabajo —sí—: deshabitar la costumbre de explicarme, ponerle cerradura a la culpa, recordar que no todo dolor es un hogar posible. Pero el mapa ya cambió: donde antes había círculo ahora hay salida. Donde antes había pozo, ahora hay escalera. Y en el primer peldaño, escrito con letra grande, dejo este juramento:

Nunca más sostener un amor que me pide que me suelte de mí para poder existir.

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