31/07. Niebla espesa. El frío patagónico te busca los huesos y encuentra. Cipolletti se muestra tétrica y hermosa: cielo gris opaco, árboles negros por dentro, pasto que cruje como papel. En esta intemperie reconozco mi transformación: ahora todo es tenue, sin saturación; ya llegará el tiempo del color.
La ciudad tiene una doble cara: puede apagar a los que no encajan, empujar a la orilla, encandilar con diferencias que duelen. Y sin embargo, los parques son un museo que no cierra: abuelos con sus nietos, niños en los juegos de metal, perros que bailan por una caricia. Yo camino con guantes finos, el cigarro como calefactor de cuatro minutos, el humo derechito en el aire quieto.
Siento que mis recuerdos quedaron guardados en los lugares donde pasaron: bancos, esquinas, canteros. No los maté: los enterré. Con el tiempo, la madera del baúl se deshizo y los gusanos hicieron su trabajo. Ya no pesan. Me siento en el mismo banco de antes y no aparece la vieja punzada; aparece un agradecimiento raro por mi buen gusto para elegir spots.
Tengo 20 años y la peor crisis de mi vida sobre la mesa. Sigo vivo para ver el final de una batalla que parecía interminable. Me explota el pecho con esa certeza. No me ganó la muerte, no me ganó la crítica, no me ganó el tiempo: ganó el amor por seguir. Vuelvo a estos parques para dar la última estocada al dolor.